24 may 2021

¿Qué pasó?, mi primer cuento en el blog

 Acá les voy a dejar el primer cuento de mi autoría en este espacio. Es un texto que disfruté mucho escribiendo y que tenía en el cajón guardado. En el blog iré subiendo los cuentos que tengo “en maduración”. ¿Qué quiero decir con esto? Son todos aquellos trabajos que escribí hace algún tiempo y que por alguna razón dejé guardados. Como el vino, los dejé madurando por un buen tiempo. Dejo que esto suceda porque me gusta olvidar qué es lo que quería decir, de esta forma cuando vuelvo al texto mi mente está fresca y no tiene prejuicio ante lo escrito. De hecho de esa forma escribo también las entradas para el blog: dejo que pase algún tiempo antes de que revise lo que voy a publicar para que así cuando relea lo que he escrito me salten con mayor facilidad los errores.

Suele pasar muchas veces que cuando acabamos de escribir, estamos tan llenos de eso que todo nos parece perfecto; no importa cuántas veces lo leas, no encuentras errores. Pero cuando pasa el tiempo y has olvidado lo que querías decir, entonces puedes volver al texto y revisar con la mente fría y serena. Entonces ves todo lo que hay que corregir con facilidad. Aun así se pasan los errores. A mí me pasa que en pantalla no veo los errores. Es por ello que suelo corregir en papel siempre que puedo. Para aquellos que piensen que gasto mucho papel, no se preocupen que reutilizo todas las hojas imprimiendo a doble cara o bien usando las hojas para otros fines como dibujos de mis sobrinas, para las listas del mandado o hasta para reimprimir material. En fin, basta de palabrería. Los dejo con el cuento.

¿Qué pasó?

Lo primero que quise ver con desesperación al abrir los ojos en aquel cuarto de hospital fue mi hombro derecho con el ancla tatuada. Muchos piensan que fue mi error de juventud, que quizá en alguna borrachera me volví más imprudente de lo normal y que me tatué así, a lo loco y ebrio. Puede que haya sido algo impulsivo, lo acepto, pero esa no es la razón por la que teñí mi piel… Todo se remonta a años atrás, cuando me daban más seguido las crisis de identidad que ahora.

Sin embargo, esa historia podía esperar. Tenía el tatuaje, sí. Pero no sabía dónde estaba o qué había pasado. Me palpé la cara y sentí la piel áspera, con barba de varios días. Me dolía el cuerpo entero. Pensé que a lo mejor había estado en algún accidente automovilístico, pero no lograba recordar nada; mi mente estaba en un blanco total. Me impulsé con los codos para enderezarme y un mareo súbito se apodero de mí, haciéndome cerrar los ojos de golpe y respirar entrecortadamente.

Cálmate, me dije. Todo está bien.

Lo cierto es que no estaba nada bien. ¿Pero qué más le podía decir mi cerebro confundido a mi acelerado corazón? Supongo que las máquinas conectadas a mi cuerpo también registraron mi desazón porque llamaron agudamente a las enfermeras que me tranquilizaron hasta que llegó la última, la peor de todas.

–¿Cómo se encuentra? –me dijo mientras cargaba un pequeño bulto en los brazos.

–No sé… ¿Dónde estoy? ¿Y mi esposa? –ellas se miraron confundidas.

–Debe ser el shock –comentó una por lo bajo.

–Aquí está su bebé –dijo otra. Yo miré extrañado y sin comprender.

–¿Cómo… cómo se llama?

–Adrián.

–¡Ustedes quieren verme lo pendejo! –exploté–. ¡Aquí el único Adrián soy yo! ¡Llévense ese escuincle!

Las venas de mi cuello se volvieron rojas y terriblemente visibles, la sangre me hervía y todos los indicadores marcaron alerta total. Las enfermeras empezaron a tratar de apaciguarme con medicamentos y palabras, pero yo no estuve tranquilo hasta que se llevaron al mocoso.

Se me cerraban los ojos a causa del sedante, pero estaba seguro de que esas hijas de la chingada me merodeaban como zopilotes carroñeros. Lo primero que haría al despertar era hablar con el doctor encargado, si eso haré… yo… estoy seguro… entre hombres nos… entendemos.

 

Blanco.

Todo era absolutamente blanco.

De un blanco hiriente, desnudo y chocante. Era tan fuerte que parecía un reflejo de mi mente que estaba también en blanco. Las paredes, las cortinas, las sábanas, el ir y venir de las personas, todo era terriblemente níveo e inmaculado. Sólo mi piel y con ella el tatuaje negro como el carbón contrastaban con aquel sórdido lugar.

Miré por largo rato el tatuaje, mis músculos se veían fláccidos por la falta de ejercicio. Tal vez llevaba ya un tiempo en ese lugar, no podía saberlo con seguridad. Tras un rato despierto me visitó una enfermera, diferente, me dio un par de vueltas: revisó mi suero, me aplicó medicamentos en este y se fue las dos veces sin decir ni una palabra. Supongo que no quería que se repitiera la escena anterior donde casi me arranco el suero a base de rabia.

Algunas horas más tarde me llevaron de comer, si a eso se le puede llamar comida. Nada más asqueroso que la comida de un hospital. Excepto quizá que el de un hospital público. ¿Cómo esperan que una persona se recupere con semejantes raciones de papaya, avena, gelatina y puré? Claro que no tocan las cuatro juntas, tal vez tres si te va bien. Hice esfuerzos sobrenaturales para no vomitar y con trabajos me terminé sólo la gelatina con la ayuda de una enfermera que me daba en la boca. Después me dediqué a meditar.

Cosas seguras, me dije, estoy internado en algún hospital, no es el horario de visitas porque no hay nadie a mi lado, no he visto a ningún doctor… o al menos no mientras he estado despierto. Puede que me haya visitado alguien, médico o familiar mientras dormía. Pero la verdadera cuestión es ¿qué rayos hago aquí? ¿Por qué me trajeron al hospital? ¿Estará todo en orden?

Ante esas cuestiones algo de nerviosismo se instalaba en mí. Pero no me impedían seguir rumiando.

No debe ser algo grave porque no estoy en urgencias, al menos no ahora. Se supone que a un hospital se ingresa por urgencias ¿no? Si ya estoy dentro del hospital y no en emergencias quiere decir que me encuentro mejor de lo que estaba cuando llegué aquí. Sin embargo, eso no explica la ausencia de mi familia, sobretodo de mi esposa. ¿Sabrá ya dónde estoy y porqué estoy aquí? ¿O iría ella conmigo en el carro y…? Pero no puedo apresurarme a hacer semejantes conjeturas: no tengo rasguños ni contusiones visibles que me digan que tuve un accidente. ¿Entonces qué hago aquí…?

Mientras cavilaba todo esto y más, entro por fin un doctor a mi cuarto.

–¿Cómo se encuentra? –me dijo toscamente.

–No sé, ¿qué me pasó?

–¿No sé acuerda? –dejó un momento para que yo negara con la cabeza–. Bien, por eso está aquí, señora. Permanecerá aquí hasta que su mente se ordene. Y nada de intentar desatarse ¿entendido?

Sin más se fue. Fue entonces cuando me hice consciente de las ataduras con vendas en las muñecas.


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